jueves, diciembre 02, 2010

Termodinámica de las mesas

Hay nueve mesas en la estación de servicio que provee wifi. El televisor siempre está sintonizado en un canal que pasa música risible o de mierda, como Arjona o Enrique Iglesias. Una tortura que se renueva cada 4 ó 5 minutos.

La conexión es muy buena, aunque cada cierto tiempo se reinicia, y de vez en cuando un perro callejero se tira dormir debajo de una de las mesas desocupadas.

Elegí la mesa debajo del televisor porque quedo de espaldas a la pared para ensayar algo de privacidad y alejado del ventanal que recibe de lleno el sol de la tarde. Me siento de cara al sol para que no refleje tanta luminosidad en la pantalla, pero aún así es casi imposible ver cualquier página o correo electrónico porque todas las luces fluorescentes están encendidas. Se podría decir que te sentás en ese lugar y quedás encandilado, aunque no por su higiene: lo único que no brilla es el piso y las mesas.

Cada tanto se nubla y la visión de la pantalla mejora enormemente. Pero son nubes esporádicas que parecen emular a los clientes de la estación de servicio, que van y vienen con consumos bastante breves. En un determinado momento, sólo una mesa queda ocupada. Se nubla, sale el sol. Se ve, no se ve.

Hay nueve mesas y sólo una está ocupada. Una pareja entra, pide sendos cafés y, por la ley del pelotudo consuetudinario, decide sentarse a ventilar sus intrascendentes problemas personales en notoria voz alta en la mesa pegada a la bolsa de residuos. También la más cercana a la única que estaba ocupada hasta ese momento. Es decir, la mía. Y el pelotudo comienza a contar su triste semana, en un tono alto y monótono que inevitablemente termina generando fastidio.

¿Qué impulsa a las personas a amontonarse? ¿Qué las impulsa a persistir en su condición de pelotudos en desmedro de la paz de los demás?

¿De dónde proviene la energía que hace posible la asombrosa ley termodinámica que lleva a que un sistema busque el equilibrio multiplicando pelotudos con celosa proporcionalidad?

miércoles, diciembre 01, 2010

Fragmento al paso

Disfruto detenerme cuando me lo digas, con gestos o palabras, pues es también tu voluntad la que me escolta en esta singular danza de nuestros deseos.
Gozo demorarme mirándote agitada y reluciente, recortada por mis manos y mi mente, como quién mira las olas antes de zambullirse a que te eleven y te acunen.

Detenerme a ver el mutuo asombro mientras se acumula el deseo de sentir tu boca y tu lengua juguetona sobre mi. Y te ayudo con mi camisa como una excusa, para prologar el encuentro y no devorarte de un bocado, aunque el fuego que agitas en mis entrañas así lo pida a gritos.

Más aún, me demoro o me detengo, como sea tu antojo, para que las incontables sensaciones no se superpongan. Quiero sentirlas una a una, como quiero sentir cada centímetro de tu piel, porque has sabido decir sin palabras lo que ambos deseamos.

Y mientras nos detenemos, o nos demoramos, o recomenzamos, mis dedos repasan tus curvas, tus redondeces, el territorio conocido donde no plantaré aún bandera, y mi boca se hace agua mientras mi mirada recorre el tembloroso bamboleo de tus pezones hipnóticos que aún no he saboreado. Y tus manos también me cargan de estática y cosquilleos, y tu lengua promueve una opresiva presión latiendo por debajo de mi vientre

Quizás la duda no sea más que un freno al ritmo, no al goce. Quizás la duda sea la jactancia del deseo. Yo siento que tu titubeo y tus estremecimientos, tus nervios, son lo más natural de tu perturbadora feminidad y allí encontrarás cómo tu ser te dicte continuar.