Tenía un vestido verde, apenas descotado; sacó de entre los pechos la pesada cruz y la estuvo balanceando. Sonreía saboreando mi presunta sorpresa, tan anunciada, al apreciar los muebles, las cortinas tenues que nos separaban de la noche. Puse cara de asombro, éxtasis, y di algunos pasos para prolongar mi admiración, que yo sabía impuesta. Magda volvió a reírse y dijo: ¨Permiso¨; salió por una puerta también blanca que supuse, acertando, era la del cuarto de baño. Y quedé solo, contemplando cosas que me hicieron pensar en las decadencias de las grandes civilizaciones, invadidas por los bárbaros. Los muebles, sillas, sofá, biblioteca, eran hermosos, magníficas maderas sin pintura ni barniz, retorcidas o enderezadas para dar comodidad y belleza. Ahí estaban, probablemente casi sin uso, agredidos por colorinches de almohadones. Estantes de biblioteca, que nunca albergarían libros, soportaban la insolencia de muñequitos que imitaban la estupidez de las historietas norteamericanas. Y la injuria de los retratos de familia: niños dentudos y escrofulosos, erguidas señoras gordas; fotos recortadas de revistas mostrando caras de los cómicos y cómicas que componen la triste fauna de los astros de la radio o la televisión. Vi el abrigo sobre un sillón, incongruente por supuesta baratura, tan piel de perro que invitaba a rascarlo acariciando, a hacerle fiestas. Pensé con maldad que, continuar usándolo, no era otra cosa que un anzuelo sutil para que llegara un sustituto valioso, armiño, visón, chinchilla o lo que estuviera soñando la ambición de Magda.
Aquel sillón era incongruente. Destacaba en el mobiliario severo, escandinavo, religioso, de la habitación. Mostraba lastimaduras en el cuero y sus patas habían sido atacadas por mordeduras, arañazos, de cachorro o gato.
Ahora ella estaba a mi lado, y se oía agonizar el ruido del agua en el cuarto de baño. Es posible que la memoria, siempre irrespetuosa del tiempo, me confunda y haya sido entonces cuando creí olerla por debajo del olor de su perfume.
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