Tres de la tarde. Treinta y tres grados a la sombra. Nada parecía desplazarse, salvo los deseos de que quedara un cigarrillo en el estuche. No tenía ninguna certeza; más aún, ya había desechado minutos antes toda posibilidad de que en algún momento del día anterior hubiera guardado un pucho. Entonces, tomando en mis manos anhelantes pero absolutamente escépticas, terriblemente anhelantes, el estuche, lo destapé y una alegría en tropel me desbordó la cara y, por qué no, el alma: un cigarrillo hermoso se erguía como un cohete a punto de encenderse para volar hasta mi cerebro rebosante de júbilo. Entonces tomé la birome y el cuaderno dispuesto a plasmar ese momento que me abrazaba como una supernova de impresiones.
Tres latidos después, un ruido a vidrio que cae y estalla me hizo recordar que dos veces no debo, que la semana anterior no debería haber manipulado con impune torpeza el cenicero para dejarlo volar hasta el piso desde ciento sesenta y tres centímetros de altura; porque aquel día se había mantenido unido con una dignidad escasamente vista. El cenicero no había mostrado una sola cicatriz o veteado que pudiera relatar o delatar la terrible caída, el terrible chapuzón fallido en la mugre del piso.
Pero ahora no. No había resistido el tropezón que lo sepultó en los cincuenta centímetros que separan al apoyabrazos izquierdo del sillón de sus patas y una estrella de añicos y cenizas fractales se esparcía y flotaba sobre las baldosas, recordándome que seguía sin fumarme el cigarrillo por escribir lo que sucedía. Y trascartón recordé que dos meses antes me habían querido regalar un hermoso posacenizas de cristal tallado y yo había rechazado el presente (ahora irrecuperable pasado) porque me bastaba el cenicero que tenía.
Ahora veía que el cenicero más usado, más cercano y querido es el roto (porque un martillo roto es más real que uno sano, rezaba un escrito marxiano olvidado y abierto sobre la mesa). Y el efecto de realidad se escabullía entre citas y categorías sin concierto, salvo una red moébica de imágenes que cabalgaban en patrón métrico de cumbia allende a la medianera como factor constitutivo de la arritmia racional.
Luego de asentar el testimonio lo más inteligiblemente posible, prendí el cigarrillo, deje que me fume lentamente y ví lloviznar el cilindro de cenizas sobre el naufragio de cristales.
jueves, febrero 14, 2008
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